EDUARDO  BARBERO

Es invierno. Hace frío y la niebla lo devora todo, excepto los cables que cortan el cielo como heridas abiertas y se alzan sobre el campo desnudo, extendiendo su quietud metálica sobre la nada.

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Se supone que, en algún lugar, hay un sol, pero sólo me llega la luz turbia que la boira deja filtrar, una claridad gastada que no ilumina, sino que empaña. El mundo es un espectro de grises sin aristas, sin profundidad, sin voz.

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No hay viento, ni pájaros, ni señales. Solo este silencio suspendido, un latido ausente entre los postes que sostienen el aire vacío. Podría imaginar que todo ha dejado de existir, si no fuera por el peso frío de la humedad aferrándose a mi piel.​ Y aquí me quedo, inmóvil, bajo estos hilos mudos, suspendido en una luz desvaída que parece de otro tiempo.

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Me iría si supiera que el mundo cambia más allá de la bruma. Pero en cualquier parte seguirían estos cables tendidos sobre el vacío, como promesas rotas.